martes, 5 de agosto de 2008

Howard Schultz: El Salvador de Starbucks


Un artículo de mí para revista Sábado.



Italia fue el comienzo de todo. Hace 25 años, durante un viaje, Howard Schultz vio en Milán lo que nadie había visto hasta el momento: llevar el expreso a cada cruce de camino, a cada pequeño pueblo y a cada gran ciudad de Estados Unidos. Fue el tipo de epifanía que puede hacer a un hombre perder la cabeza. Eran tiempos en que Schultz se ponía a llorar cuando su suegro le decía que consiguiera un trabajo de verdad y que dejara a un lado sus sueños de hacer un imperio del café. La idea sonaba descabellada.
A pesar de las lágrimas, Schultz no paró, e hizo el intento de comprar sin éxito una pequeña cadena de cafeterías llamada Starbucks, en la que trabajaba como director de marketing. Como los grandes jefes no le hicieron caso, siguió su propio camino instalando algunas cafeterías en Seattle, en la costa oeste de Estados Unidos. La llamó Il Giornale, probablemente en honor al expreso italiano con el que tanto se obsesionó en ese viaje a Italia.
Pasaron dos años, y Schultz tuvo su chance. Sus antiguos jefes le dieron la oportunidad de comprar la franquicia (el dinero lo reunió de diferentes inversores), y cuatro millones de dólares después, Schultz daba comienzo a Starbucks. Era 1987, y todos sus locales de Il Giornale pasaban a ser parte del nuevo negocio.
En poco tiempo, las operaciones de Starbucks subieron como la espuma de un café cortado. La fórmula era simple y se podría dividir en tres: italianizar los productos ofrecidos con recetas nuevas como el expreso y, años más tarde, el mocaccino o el frappuccino. Hacer de Starbucks una cadena tan acogedora como sea posible, una especie de tercera casa entre el trabajo y el hogar. Y, por último, vender diferentes variedades de granos de café por gramos para uso doméstico. Todo con un sello de calidad altamente aspiracional.
Así, Schultz se demoró poco para darle valor agregado a un producto - el café- al que nadie le había sacado mayor provecho. Él le dio onda a su marca, y con la onda, pudo darse el lujo de llegar a cobrar 5 dólares por una taza. Sin arrugarse.
Los Starbucks crecieron por todo Norteamérica, espacialmente durante los 90. El periódico irónico, The Onion, anunciaba con sorna en 1998 que: "Starbucks había abierto una nueva sucursal en el baño de un viejo Starbucks". Era la invasión del café, una explosión que ni la gente más cercana a Schultz habría podido predecir. El hombre se había dado el gusto de crear una necesidad, pero, más importante, se había dado el lujo de crear una experiencia. La experiencia Starbucks.

En 2000, Schultz sintió que la tarea estaba cumplida y dejó el sillón principal de la cadena. La idea era que Starbucks siguiera andando con el impulso, pero bajo su supervisión. Y así fue, al menos por un tiempo.
Cuando Schultz se bajó del vagón, la franquicia tenía 3.500 locales en el mundo. Cinco años más tarde, Starbucks alcanzaba su local número 10.000. Demoledora expansión por donde se le mire. Schultz iba derecho a su meta de instalar 40.000 locales en el planeta.
No contaba, eso sí, con el desequilibrio de la economía global.
El mercado inmobiliario en Estados Unidos colapsó, y con él, varios vecindarios del sur de California y Florida, dos de los estados más populosos de la unión, quedaron semi vacíos. Y si la América suburbana vive bajo el manto de la incertidumbre, la clase aspiracional que se ha hecho adicta al café de Starbucks, lo piensa dos veces antes de entrar a un local e ir por una taza de "lujo a precio razonable", como Schultz le llama a su producto.
Así, no fue muy grande la sorpresa cuando a principios del mes pasado se anunció el cierre de 600 locales en Estados Unidos.
A eso se suma la gran alza del precio del petróleo y la leche en los últimos meses, quizás los dos fluidos más necesarios para el buen funcionamiento de la cadena. Esta suma de factores ha hecho que las acciones de la franquicia hayan caído a menos de la mitad en un año y medio. Un cuasi desastre para un negocio que parecía indestructible.
Desde afuera, o más bien desde la banca de suplentes, a Schultz no le gustaba lo que estaba pasando con su bebé. Y aunque reconoció que la crisis económica sufrida por buena parte del mundo es un factor importante, el tema no es decisivo para la gran baja de Starbucks. La convicción de poder sacar a la compañía adelante trajo a Schultz de vuelta a la cabeza de la compañía en enero de este año. Poca compasión tuvo con Jim Donald, el CEO saliente:
"La economía ha estado mal, pero eso no debe ser una excusa", dijo Schultz en una reunión de accionistas hace unos meses en Seattle. "Starbucks ha perdido su rumbo, pasando de ser un negocio creativo e innovador a un negocio inserto dentro de una cultura de mediocridad y burocracia".

Schultz, una leyenda de la América corporativa demócrata y alternativa al nivel de Steve Jobs, de Apple, fue recibido con los brazos abiertos por los accionistas, además de los 200.000 empleados de la cadena. Si alguien puede hacer reflotar el bote, ése es él. Es el tipo de fe que le tienen dentro de la empresa.
Schultz se ha caracterizado por enfatizar el perfil ético de Starbucks. En su vocabulario, ya sea cuando escribe o pronuncia un discurso, casi nunca faltan palabras como integridad, transparencia y verdad. Además, el tipo se describe a sí mismo como benevolente, cualidad que no suena bien en el mundo empresarial. Sobre todo en los difíciles tiempos que corren.
Schultz se enorgullece de que Starbucks sea una multinacional en la que los sindicatos no son necesarios. Desde que empezó en el negocio trató de hacer un modelo a escala humana, y se dice que la compañía gasta más en planes de salud para sus trabajadores que en importar el café que se vende en sus locales.
Según Bryant Simon, un profesor de historia de Temple University y autor del libro Consumiendo Starbucks: "Schultz cree que ha creado la compañía perfecta, una que puede solucionar los problemas del mundo y alterar el curso de la historia".
Puede que esté lejos de eso, pero en los pocos meses que lleva a cargo del show, ha sido capaz de dar varios golpes de timón. Su convencimiento de que la experiencia de ir a un Starbucks se había arruinado lo hizo cerrar todos los locales de Estados Unidos por tres horas para enseñarles a los empleados a hacer un expreso decente. El simulacro le costó 11 millones de dólares en sueldos y horas sin vender, pero hizo que los medios volvieran a simpatizar con una firma que busca volver a sus orígenes de estándares altos de calidad. Tan así es la preocupación de Schultz, que eliminó varios sándwiches del menú por encontrarlos derechamente malos. Eso, después de escuchar a un par de señoras quejarse en uno de los locales.
La búsqueda por la excelencia lo llevó de vuelta a Italia, donde encontró la receta de una nueva bebida que revolucionaría el mercado. Una mezcla de café, helado y jugo. Una especie de café-postre que estará disponible en los Starbucks del mundo el próximo año.
Hoy, Howard Schultz se junta con Mick Jagger o Paul McCartney para hablar de negocios (el último álbum de McCartney estuvo a la venta en las cajas de Starbucks). Va a late night shows y lee todos los mails que le mandan sus empleados. La idea es recuperar la mística perdida. Pero también la sustancia. La credibilidad.
No parece ser tarea fácil. Pero él tiene una ventaja: hace años fue capaz de convencer al mundo entero de que Starbucks tiene el mejor café del orbe, además de la mejor de las ondas.
¿Por qué no podría hacerlo de nuevo?

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