miércoles, 21 de noviembre de 2007

Manifiesto 4: Karma


Quién no ha escuchado a alguien con plata decir que los pobres son pobres porque son flojos. Y también ladrones. Y también cochinos. Casi siempre suena a excusa barata y más encima cabrona. Pero lo raro es que la clase alta y la baja, a pesar de que se miren feo y no se puedan ver, tienen harto más en común de lo que podrían llegar a admitir. Harto. Primero que todo, los gustos. Ambas clases son extremadamente pachangueras, claro que con circuitos algo diferentes. El caso es que si se va a la Sala Murano o a La Muralla de Pío Nono o a esas discos que hay camino a Puente Alto, firmado que no va a haber mucha diferencia en la música. Y las minas perrean exactamente igual.
Después vienen los trabajos. Ambas clases hacen pegas bien similares, aunque uno no lo vea así a simple vista. La gente con harta plata, por lo general, tiene algún negocio o es empresaria. La gente con poca plata, de pobla, por lo general tiene algún negocio o es empresaria. El enfoque es el mismo, pero la diferencia es la magnitud de sus asuntos. Si por un lado tienen un conglomerado, por el otro tienen un almacén. Si por un lado tienen un restaurant, por el otro lado tienen un carrito de sopaipas y así...
La última gran coincidencia es la ignorancia. La clase alta ve a la cultura como una pérdida de tiempo y en menor medida, dinero (ver documental sobre el Opus), mientras la clase baja no puede darse el lujo de perder tiempo y dinero en cultura. Las motivaciones pueden ser diferentes, pero el resultado es exactamente el mismo.
Ahora, si algo me enseñó ver la primera temporada completa de My Name is Earl, es que existe una cosa llamada Karma. Cuando Earl actuaba bien, tarde o temprano, le iba bien. Me gustaba pensar que así es el mundo allá afuera. Claro, si no suena nada de mal, pero uno igual sabe que eso no se puede aplicar completamente a esta vida. Hay tanto hijo de puta dando vueltas que es feliz y tantos puros de alma e los que les va horrible, que uno sabe que el concepto de karma de Earl no es enteramente aplicable. Ser bueno ayuda, pero no es determinante, por lo menos en esta vida. Earl entonces, era un budista a medias, un chanta encantador y con suerte.
Ahí fue que me di cuenta que ser Budista casi de verdad es lo mejor que le puede pasar a alguien con mucho dinero. En vez de decir que los pobres son pobres porque son flojos y quedar como pelotudos, podrían decir que los pobres son pobres porque actuaron mal en sus vidas pasadas. Listo, se acaba el problema. Onda, un vagabundo fue Hitler o una puta de poca monta fue alguna princesa maldita de la rusia zarista. Y eso se le dice a toda la descendencia, cosa que no sientan pena por gente que sólo está pagando sus culpas.
Claro que después viene la pillería, porque para ser budista a full hay que actuar bien siempre, o casi siempre, lo que significa que hay que ser justo con los empleados y tratar de subir el nivel de los que te rodean. Es innegable que algunos empresarios así lo han hecho, pero otros son bastante recatados en el tema. Una lástima porque a todos, si nos portamos mal, nos llega.
Como dice Earl: “Karma tarde o temprano vendrá a patearte el trasero”. A mí ya me lo ha pateado. ¿Y a ti?

martes, 13 de noviembre de 2007

Manifiesto 3: Hacerla


Uno sabe que lo logró cuando sale estirando un cigarro en una foto como esta.

martes, 6 de noviembre de 2007

Guatón Sexy


Tengo un primo neoyorkino fanático de Luis Buñuel, de esos seguidores que se saben las películas por secuencia y planos y que se adentran en recónditos detalles biográficos. Me acuerdo de una vez en que mi primo se quedó en mi depto de Montreal y de un viaje que hicimos en bus en el que me contó una historia de Buñuel que nunca se me olvidó, no se por qué. El hecho de que no se me haya olvidado es bastante decidor porque tiendo a olvidar buenas historias con más facilidad de la que quisiera. Claro que esta intro no sigue, se termina acá, no vaya a ser que se desilucionen con el cuento.
Parafraseo: Está Buñuel tomando once con su productor en algún hotel de París. Están en el bar-restaurant del hotel, obvio. También están conversando sobre los arreglos para la próxima película francesa del mismo Buñuel. En el bar hay una rubia despampanante, in-far-tan-te como dirían en Lun. Toma cualquier chica Bond y agrega una cuantas gotas más de sexo en la mirada y tienes a esa rubia. El productor tiene el campo abierto para mirar a la chica en todo su explendor y termina fijando su mirada en ella. Buñuel, desafortunadamente para él, da la espalda al bombóm. El productor es un gordito cincuentón sin mayor atractivo, pero como es hombre, igual intenta coquetear. “Si me mira es porque no estoy tan acabado”, piensa el tipo con esperanza.
Buñuel habla y habla sobre el próximo film y nota que el productor está algo ido. “¿Pasa algo?”, pregunta Buñuel. “No, no pasa nada”, responde el gordito tratando de pasar piola.
Al otro lado, la rubia le ve algo al gordo y empieza a flirtear. Lo mira y lo mira al gordo sin parar. El productor no lo puede creer y se despreocupa de lo que habla Buñuel.
“¿Pasa algo?”.
“No, Luis, sigue no más”.
El gordo no entiende mucho, pero se empieza a sentir seguro cuando un tipo atractivo y adinerado se le acerca a la rubia y esta se lo saca de encima con poca sutileza para seguir mirando hacia su mesa. “De verdad debo gustarle”, piensa el guatón, ahora con definitivo entusiasmo.
Mientras tanto Buñuel sigue bla, bla, bla hasta que para en seco. Se da vuelta a mirar qué es lo que distrae al guatón y se encuentra con la rubia infartante.
“Ya entiendo”, le dice al gordo. “La mina esa está en celo, pero nosotros somos dos profesionales, no?. Si quieres vas hacia ella y le hablas y no hay drama: dejamos esto para mañana. Claro que si te quedas en la mesa conmigo, me tienes que escuchar. No quiero perder saliva hablando por las puras”.
“Luis, todo bien. Yo te escucho. Somos dos profesionales”, contesta el gordito con su cancha de productor de pelis.
Buñuel retoma la conversación y pasan un par de minutos. Es el gordito el que ahora interrumpe. “Luis, tienes razón. No puedo concentrarme. No se qué me ve, pero esa rucia no para de mirarme. Voy a hablarle y si no vuelvo en cinco minutos retomamos esto mañana”.
Buñel lo mira sin decir nada, pero le hace un gesto para que vaya. Y el gordo se para y va.
La conversación del gordo con la rubia marcha de las mil maravillas. Ella se ríe de todo lo que él dice y el se siente encantador. No hay necesidad de tomar un segundo trago. Ella deja la pelota dando botes para que él la invite a subir a su habitación. Y él, obvio, la invita.
Suben y hay besos en el ascensor, toqueteos también. El botones mira para otro lado mientras el gordo se mentaliza en hacer un papel digno y en no irse demasiado rápido. Finalmente llegan a la pieza y los besos son más largos y los agarrones más bruscos. El gordo toma sus pechos y los muerde pretendiendo ser una fiera. Ella se ríe. El gordo se envalentona y se calienta con la risa y decide acortar el preambulo. Le saca la blusa primero y cuando finalmente se desliga del sostén, nota que la rubia tiene algo escrito en sus pechos: “Gentileza de Luis Buñuel”, dice el pedazo de carne más insolente de la historia.
“!Buñuel hijo de puta!”, grita el gordito con más pena que rabia y cae al piso de rodillas.
Muy productor habrá sido, pero tardó años en recuperar el orgullo.