
Estados Unidos es un país de extraños fenómenos. Impensados imperios nacen de la nada y compañías enteras se desmoronan por azares de caprichosos mercados sin que nadie lo note. Las cuentas nunca son demasiadas claras ni demasiado difusas, y así, el típico buscador del sueño americano puede ir de la riqueza a la banca rota y de la banca rota a la riqueza unas cuantas veces antes de morir. Es exactamente esa búsqueda la que define al americano ganador, pujante, exitoso. Saber vender cuenta más que saber qué producir o saber difundir. En Estados Unidos el marketing es rey en todo momento, incluso cuando no se está marketeando nada.
El más claro ejemplo es Pabst Blue Ribbon, una cerveza creada en Millwaukee y que ha venido en franco descenso desde mediados de los setenta. Desde ese tiempo hasta principios del 2000, Pabst apenas invirtió en estrategias marketeras para hacer frente al poder de grandes compañías cerveceras como Budweisser, Miller y Coors. Los ejecutivos de Pabst optaron por reducir costos operativos y mantener los precios del producto comparativamente bajo. La idea era seguir produciendo Pabst hasta que el negocio fuera inviable o la marca fuera comprada por una compañía más grande. Eso, hasta el gran golpe de suerte.
A principios del 2001, el rockero-rapero Kid Rock aparece en público usando un cinturón con el logo de Pabst Blue Ribbon en la hebilla. A eso se sumaría la organización de un Pabst Bowl por un grupo de snowboarders profesionales el mismo día del Super Bowl, la gran final del fútbol americano. En Portland, cientos de mensajeros en bicicletas ya habían hecho de Pabst su cerveza de culto. Algo no menor, considerando que en las grandes urbes de Estados Unidos, los mensajeros son vistos como tipos gozadores de la buena vida—generalmente anti sistémicos—que fuman marihuana y toman cerveza mientras esperan por su próxima encomienda. Sin querer queriendo la marca se hizo notar y en sólo unos meses, Pabst se vio asociada a una imagen algo ruda, llena de testosterona, pero también cínica y alternativa ante las tribulaciones del gran marketeo cervecero, algo que los ejecutivos de la marca no se hubieran imaginado en sus sueños más salvajes.
Así, las ventas de Pabst empezaron a multiplicarse de a poco. De los cuarenta bares que distribuían la cerveza en Portland, se pasó a casi cuatrocientos en menos de tres años. Las ventas en Chicago se incrementaron en 139% en 2003 y la cerveza ya se vende en los bares más chic de la costa noroeste que incluye grandes ciudades como Nueva York y Boston. En su libro No Logo, Naomi Klein predice fenómenos como este, atribuyéndolos al cansancio de un segmento de la población con las agresivas tácticas de mercadeo por años exhibidas por las grandes empresas. Mucha gente se siente invadida con publicidad, lo que se confirma en el billón de dólares anual que gasta la industria cervecera estadounidense solo en ese concepto. En el caso de Pabst, son los consumidores los que le dan la imagen al producto. Ellos son los que se empapan con la marca y cada vez que la compran, de alguna forma u otra, sienten ir contra el sistema que los cobija.
Pero el hecho de que Pabst sea consumida a menor escala por liberales de corte rudo y alternativo, no hace a Pabst menos empresa que sus poderosos rivales. Desde el boom en el consumo de la marca a principios del 2002, los encargados del marketing empezaron a tirar líneas para capitalizar el fenómeno. Primero pensaron en publicidad orientada a la gente desencantada con las fastuosas campañas promocionales de las grandes marcas. Luego, el mismo Kid Rock se ofrecería para encabezar el relanzamiento de la marca en Norte América, pero todo quedó en nada. O casi. Los ejecutivos de Pabst decidieron mantener el bajo perfil de la marca, optando por no comprar publicidad en los medios y no firmar a Kid Rock como la cabeza de su imagen corporativa. Hacerlo hubiera sido el principio del fin, ya que los consumidores que le dieron un segundo aire a la marca, serían los primeros en dejar de consumirla. El objeto de culto habría dejado de serlo y Pabst habría entrado a competir derechamente con las cientos de pequeñas compañías que intentan quitarles una tajada del mercado a las grandes cerveceras.
En Pabst entonces, entendieron que a veces, es mejor no dar la pelea y dejar que el producto tome su propio rumbo.
Una manera de asegurarse que el producto tome el mejor rumbo posible es contratando representativos de marca para que vayan a terreno. La empresa contrató a unos cuantos y los empezó a mandar a bares y parques cargados de parafernalia Pabst. Llegaban y le decían al barman que trabajaban para Pabst y que querían observar el comportamiento de los consumidores. Tarde o temprano se corría la voz que el “tipo sentado en la barra” trabajaba para Pabst. Llaveros, poleras y encendedores volaban en pocos segundos. Incluso, en algunas oportunidades, representativos fueron literalmente despojados de todo lo que tuviera la palabra Pabst escrito encima. El culto a la marca ya se podía palpar en terreno, no solamente en cifras.
Algo similar pasó con Vice Magazine, una revista gratuita de corte irónico, con tendencia a lo políticamente incorrecto. La revista, que fue fundada en Montreal, Canadá, por tres ex heroinómanos, tuvo un inesperado crecimiento que trascendió el underground de su ciudad. La victoria fue tal, que Vice movió sus oficinas principales a Nueva York, tan solo un par de años después de haber sido publicada por primera vez. Tras el éxito inicial de la revista, todos los avisadores que querían llegar a un público joven, alternativo e intelectualoide se volvieron locos comprando publicidad en sus páginas. Consecuentemente, la revista se empezó a distribuir en ciudades como Boston, Toronto y la misma Montreal abarcando un mercado de más de cien millones de personas. A finales de los noventa—los ya exitosos amigos—empezarían a vender productos Vice en su página web y su imperio mediático pasaría a ser avaluado en diez millones de dólares. Todo, sin jamás entrar a competir directamente con los diarios locales o los poderes fácticos que abundan en la América mediática. Después de Vice, muchos se darían cuenta que los consumidores de prototipo alternativo son tan o más consumidores que sus pares mas convencionales. Prueba de ello son la cantidad de revistas que han salido durante la última década en diferentes ciudades de Estados Unidos y Canadá tratando de emular el estilo Vice.
Aunque el mercado alternativo en Chile es tan reducido como lo es el mercado en sí, su existencia es innegable. La masificación de las fiestas Blondie a través de los años, sumado a la nueva y variada camada de bandas de rock entrega un parámetro. También nos lo da los más de 200,000 ejemplares vendidos cada quincena por The Clinic, una publicación que en las ciudades más liberales de Norte América no tendría problemas para vender muchos y caros espacios publicitarios. Patricio Fernández, ex director de The Clinic, se quejaba hace un tiempo en una editorial del poco interés por avisar en su revista, esto a pesar de los grandes números de circulación que esta ostenta. Quizás en ese sentido al avisador chileno le falta madurez para comprender que la gran mayoría de los productos son comprados tanto por personas de carácter ecléctico como de carácter convencional. Ignorar la diversidad de los consumidores, es ignorar la diversidad del mercado. Así de simple. Es por eso que los ejecutivos de Pabst decidieron seguir dándoles a sus anti sistémicos clientes el producto que ellos quieren consumir. Es por eso que muchas empresas estadounidenses aprovecharon el espacio que Vice abrió para llegar a consumidores generalmente ignorados. Aquí en Chile hay tarea adelantada. Muchos de esos espacios ya están abiertos. Sólo falta que las empresas que quieran ampliar su base de consumidores los aprovechen. No se arrepentirán.